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El silencio de Áyax

Actualizado: 28 may 2020

Cuando Áyax, en cuerpo y en belleza el mejor entre todos los griegos después de Aquiles, recuperó las armas de este al poco de morir a manos del príncipe troyano Paris, se entabló un arduo debate entre los generales griegos que permanecían acampados en las llanuras de Anatolia, a las puertas de la lejana Troya. Ulises, que también había participado en el rescate del cadáver de Aquiles, y Áyax eran los dos únicos caudillos que podían aspirar a heredar sus armas y su famosa armadura forjada por Hefesto. Sin embargo, la asamblea de notables otorgó este privilegio al primero de ellos, más astuto y versado en las artes oratorias. Áyax se retiró encendido de cólera, juró venganza y esa misma noche intentó pasar a cuchillo a los más destacados generales de la flota aquea. Afortunadamente, Atenea infundió en el irascible guerrero la niebla de una locura arrebatadora que le hizo confundir a un rebaño de ovejas con el objeto de su ira. Al amanecer, Ulises le encuentra empapado en sangre y con una orgía de muerte animal a su alrededor. Áyax, al regresar a la realidad, se da cuenta de la insensata carnicería que acaba de acometer y se quita la vida con la misma espada que arrancó a Héctor, hermano de Paris, en su lucha por las armas de Aquiles.


Mucho más tarde, en el largo y tortuoso viaje que hubo de realizar Ulises de camino a su casa en Ítaca (llamado ‘Odisea’ en honor a su nombre griego, “Odiseo”), el astuto marino hubo de descender a los Infiernos para consultar al adivino ciego Tiresias. Este, o mejor dicho, su alma inmortal, debía suministrar a Ulises la clave del regreso al hogar. No obstante, el protagonista de la Odisea, en su descenso infernal o Nekya, se encontró antes con el espíritu de Áyax Telamonio y se dirigió a él en estos términos: “Áyax, hijo de aquel noble y cabal Telamón, ¿ni después de la muerte olvidarte podrás del rencor contra mí por aquellas tristes armas? Gran daño ello fue que infligieron los dioses a los dánaos: tan grande baluarte perdimos contigo. Con no menos dolor que la muerte de Aquiles lloramos los argivos la tuya que nadie causó: solo Zeus, que no tuvo medida en su odio a la grey de los dánaos, aguerridos lanceros, por sí decidió tu ruina. Pero llégate, ¡oh príncipe!, aquí y oye atento las cosas que aún habré de decirte; reprime tu furia y tu orgullo” (Odisea, XI). Áyax le miró con tristeza unos segundos y, sin mediar palabra, se alejó lentamente hacia lugares más profundos del Infierno.


Sobre esto el anónimo autor del pequeño tratado de retórica Sobre lo sublime, del siglo I d. C., decía: “Lo sublime es el eco de un espíritu noble. Por eso, a veces, también un pensamiento desnudo y sin voz, por sí solo, a causa de esta grandeza de contenido, causa admiración; así el silencio de Áyax en la Nekya es grandioso y más sublime que cualquier palabra” (IX). Efectivamente, en el silencio se encuentra muchas veces lo más bello no solo del arte, sino también del propio ser humano. El místico cristiano más influyente, el medieval Tomás de Kempis, daba este claro consejo en De la imitación de Cristo: “Huye cuanto puedas del bullicio de los hombres, pues mucho estorba el tratar de las cosas del siglo, aun cuando se haga con pureza de intención” (I, X). Y Fray Luis de León se expresaba con idéntico sentido en su “Oda a la vida retirada”: “¡Qué descansada la vida/ del que huye del mundanal ruido...”. Por otro lado, el dramaturgo simbolista belga Maurice Maeterlinck dedicó uno de los capítulos de su obra El tesoro de los humildes (1896) a teorizar sobre el silencio en el arte, aduciendo que “el silencio no es ni vacío ni ausencia de comunicación, sino todo lo contrario: instaura un diálogo supremo, cuando las palabras son insuficientes, entre dos almas al borde del vértigo de los misterios insondables”. El propio Juan Ramón Jiménez basaba parte de su fascinación juvenil por los cementerios en el silencio melancólico que emanaba de los mismos, y en “Somnolenta”, un poema modernista de Ninfeas (1900), narraba el encuentro crepuscular de un enamorado con su amada muerta que, después de besarle un instante en silencio, desaparece lentamente entre

una vegetación imposible. Incluso en el cine moderno, preñado de luz y sonidos, ha existido lugar para expresar la sublimidad a través del silencio, tal y como hiciera Stanley Kubrick en su mítica película 2001: Una odisea del espacio (1968), inspirada a su vez en el relato “El Centinela” de Arthur C. Clarke. En este “film nietzschiano por antonomasia”, como decía el profesor argentino Joaquín E. Meabe en su artículo “La anatréptika nietzscheana”, el “silencio es la mejor pregunta para el incrédulo: la que abre y la que cierra el debate y la acción misma”; y así lo podemos observar tanto al principio de la misma, cuatro millones de años atrás, con la erección silenciosa de aquel monolito negro, como al final, cuando aquel feto cósmico de superhombre sobrevuela nuestro planeta antes de que vuelvan a sonar los acordes del Así hablaba Zaratustra de Richard Strauss.


Desgraciadamente, en estos tiempos postmodernos que corren, el silencio forma parte escasa de nuestras vidas, y de este modo, carecemos muchas veces del mejor medio de comunicación con nosotros mismos. En silencio, el hombre es capaz de ponerse en contacto con la divinidad y con lo trascendente. En silencio puede conectar con el espíritu perdido de la naturaleza. En silencio es posible reflexionar sobre el pasado con serenidad y proyectar el futuro de modo lúcido. Solo en silencio se manifiesta la capacidad de crear y es posible alcanzar la esencia del arte. Y como mejor se comunica el amor es en silencio, a través de los ojos, porque los ojos reflejan las necesidades del alma y en el alma se encuentran las galerías escondidas por donde discurren callados los secretos que explican la vida.


©Antonio Martín Infante.

Odiel Información (31-3-2007, p. 13).


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