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Limón y sangre

¼ de zumo de limón

200 gr de azúcar…….

Verla ejecutar la receta, era una auténtica maravilla, era más un ejercicio de sincronización perfecta que una mera combinación de ingredientes.

La luz, el olor, el color, los sonidos todo formaba parte de una perfecta sinfonía casera que nos gustaba repetir una y otra vez cada tarde de aquel verano.

Y se empezaba en el huerto, al atardecer, cuando el color del sol rozaba los tonos del ámbar, al rosado, al salmón, al naranja más intenso y con esa luz recogíamos los limones. Cada uno de ellos era duro, amarillo, la superficie rugosa de la piel aún tenía una temperatura alta que potenciaba que a través de la cascara se evaporasen partículas de ese ácido e intenso aroma cítrico.

Al recogerlos empezábamos a notar la suave brisa que desde el mar nos llegaba cada atardecer y que nos mecía suavemente durante las largas noches del verano del 90.

Y al entrar en la cocina cortábamos aquellos limones recién cogidos por la mitad y el zumo que rebosaba de la fruta madura empezaba a chorrear lentamente sobre la tabla inundando definitivamente todo el ambiente de ese aroma.

Y mamá continuaba: “al zumo le añadimos el azúcar”. Y entonces en un giro perfecto sacaba de la alacena una lata con grabados que representaban otras épocas, de la que extraía lentamente con cuidado de no perder ni un solo gramo una, dos, tres, cuatro…. cucharadas soperas de azúcar que mezclaba con suaves giros con el zumo. Y entonces empezaba la danza de las varillas que introducía en aquel líquido y que giraban una y otra vez con una cadencia prefecta de giros de muñeca y que disolvía cada minúscula partícula de azúcar dentro del zumo de limón.

Y ahora se rompía el silencio al introducir el hielo, cubos cuadrados más o menos perfectos según la forma que el agua adquiría dentro de los cubículos compartimentados en los que se dividía la bandeja, que llena con ese líquido vital introducíamos en el congelador cada mañana.

Y que al golpear contra el vidrio de la jarra de cristal emitía un clic, un clon o un plom, según el oído de cada uno y que culminaba el trabajo.

Entonces salíamos a la terraza y disfrutábamos de todo aquello.

Sonó un disparo, rompió el silencio y los vasos chocaron contra el suelo.


Mª Teresa López Roncero


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