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Solo es cuestión de espejo

Solo es cuestión de espejo

Siempre,

desde siempre,

me he sentido en dos espejos.


El tuyo.

Y el mío.


El tuyo,

enorme, majestuoso y con marco dorado,

con efecto casi hipnótico

me invitaba cada día

a reflejarme en él.


Pues pensaba

que esa pizca de autoestima

que me faltaba,

me la darías tú.


Y me miraba.

Pero al segundo me decías,

“No vales”


¿Y tú?

¿Quién eres?

¿Te adaptas?

¿Encajas?


¿Y tú?

¿Quién eres?

Los requisitos están claros.

Metro 80.

No menos de 1,60.

Cabeza alta,

sonrisa baja.

Personalidad,

pero guapa.

Quiero personalidad,

manipulable,

pero guapa.

Necesito personalidad,

manipulable,

pero no tantos ideales.

Recuerda guapa-eso siempre.


¿Y tú?

¿Quién eres?

Muéstrame tu piel,

a escondidas,

en secreto.

Vístete de cara al mundo.

Cállate,

que no sepan que puedes pensar.

¡Habla!

No me gustas muda.

-Dime lo que quiero oír,

Susúrrame-.

Estudia,

pero síguelos a ellos.


Ámate,

Acéptate,

Quiérete,

Sé diferente.

Lo diferente me atrae,

me fascina,

me enloquece.

-Pero no te salgas tanto del guión,

no hay cabida para aquellos

que desean quemar la función-.


¿Y tú?

¿Quién eres?

Tan inadaptada.

Tan desencajada.

Tú no vales nada.


Y es cierto,

que a pesar de todo

lo que me decías,

no sé cómo,

con qué fuerzas,

con qué ganas,

con qué valor;

parecía algunos días

sonreír de verdad.


Pero eran tan pocos,

tan breves

y verdaderamente desafortunados.


Y el mío,

mi espejo tras la tormenta

se volvía invisible.


Sucio, gris, triste,

cuyas grietas se tragaban

hasta la más mínima

pizca de luz.


Pero llegó el día

en el que tu voz,

como de costumbre,

me llamó.


Y mi mano,

en vez de acariciarte,

te rompió,

al menos,

lo intentó.


Y, ¡ay mi espejo!

Mi espejo brilló.

Brilló rebosante de verdad.

Brilló de alegría.

Brilló de locura.

Brilló de emoción.


Brilló.


Y se mofó

de todas las putas imperfecciones

que me susurrabas al oído

cada despertar.


Mi espejo brilló,

saltó,

cantó,

y dio una carcajada

delante de todos,

mostrando esos dientes tan feos

que pensabas que tenía.


Y no.

Mi espejo no se volvió

enorme, majestuoso ni con marco dorado.

Continuó pequeño,

color burdeos

y detalles en plata

grabados a fuego.


Porque sí.

Su luz ya me permitía verlo.


Y digo,

que aún hoy hay días

donde escucho los cristales

de tu destrozado espejo

con susurros y lamentos.


Y vuelvo a desear,

desear profundamente,

encajar en esa perfecta figura tuya.


“¿¡Qué figura!?”-

Replica mi espejo.


Me di cuenta,

de que tu espejo

no era tan grande

como yo pensaba.


Es más,

era demasiado pequeño

para que todos nuestros reflejos

pudieran sentirse dentro.



María Castilla Martínez




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